Poder, el ejercicio y fracaso de una aspiración
Poder, una palabra, idea, deseo y aspiración que ha estado presente desde los inicios de la humanidad y cada vez es más vigente.
La palabra poder proviene del latín posse, que significa “ser capaz”, “tener la capacidad o facultad de hacer algo”. Su forma verbal, potere, está relacionada con la raíz potis, que indica dominio, autoridad o superioridad. Desde este punto de vista, el poder se vincula esencialmente con la capacidad de actuar, de influir o de imponer la propia voluntad sobre algo o alguien.
Filosóficamente, el poder ha sido objeto de análisis desde la antigüedad. Platón y Aristóteles discutieron sobre la legitimidad del gobierno, el origen del poder y su función en la polis. Para Platón, el poder legítimo debía estar en manos del filósofo rey, quien gobernaría con base en el conocimiento del bien. Aristóteles, por su parte, lo veía como parte natural de la vida en comunidad, el ser humano como zoon politikon (animal político o animal social) requiere de estructuras que canalicen el poder hacia el bien común.
Históricamente, el poder ha adoptado múltiples formas, teocrático, monárquico, despótico y democrático. En las civilizaciones antiguas, el poder se vinculaba con lo sagrado, reyes-sacerdotes, faraones, emperadores divinizados. En la Edad Media europea, el poder estaba fragmentado entre el papado y las monarquías. Con la modernidad surgió el Estado-nación, donde el poder comenzó a racionalizarse y a organizarse jurídicamente.
Las revoluciones (inglesa, estadounidense, francesa, mexicana) fueron momentos clave donde se replanteó quién debía detentar el poder y bajo qué legitimidad. Con ellas se consolidaron principios como la soberanía popular, la división de poderes y el constitucionalismo.
En la época moderna, pensadores como T. Hobbes, J. Locke y J.J. Rousseau desarrollaron teorías contractuales del poder. Hobbes consideró que el poder soberano debía ser absoluto para evitar el caos natural del hombre. Locke lo limitó al respeto de los derechos naturales, y Rousseau lo radicó en la voluntad general del pueblo.
En el siglo XX, autores como Michel Foucault profundizaron en el poder como una red de relaciones presentes en todas las esferas de la vida. Para Foucault, el poder no solo es represivo, sino también productivo, y está presente en discursos, instituciones y prácticas sociales. El poder no emana únicamente del Estado, sino que se reproduce en todos los niveles de la sociedad.
Desde la perspectiva jurídica, el poder se traduce en autoridad legítima institucionalizada, es decir, en facultades que se ejercen conforme a normas establecidas. En el Estado moderno, el poder se divide en poder legislativo, ejecutivo y judicial, con el objetivo de evitar abusos mediante el principio de pesos y contrapesos (checks and balances).
El derecho positivo establece las competencias y límites del poder público, pero también reconoce formas de poder no estatales, como el de organizaciones internacionales, entidades autónomas, y actores económicos. El derecho constitucional es el campo por excelencia donde se estudia la organización y ejercicio del poder en un Estado de derecho.
En el plano social, el poder se manifiesta en las relaciones de dominación, cooperación o conflicto entre los grupos. Max Weber definió el poder como la posibilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, incluso contra la resistencia. También distinguió entre diferentes tipos de autoridad: tradicional, carismática y legal-racional.
Las estructuras sociales como son la clase, el género, la etnicidad, también influyen en cómo se distribuye y ejerce el poder. La sociología crítica, desde autores como Pierre Bourdieu, ha mostrado cómo el poder se reproduce en campos como la educación, la cultura o el lenguaje a través del capital simbólico.
El poder también es un fenómeno psicológico y existencial. Desde esta óptica, el poder es la capacidad que tiene el individuo de influir en su entorno o de resistir la influencia externa. En el siglo XX, psicólogos como Alfred Adler analizaron el deseo de poder como una de las fuerzas fundamentales de la conducta humana.
Además, el poder también se manifiesta en las relaciones interpersonales: familiares, laborales, amorosas, educativas. Esta dimensión humana muestra que el poder no es solo una categoría institucional, sino también una realidad cotidiana profundamente arraigada en la experiencia individual.
En política, el poder es central. Se puede definir como la capacidad de tomar decisiones vinculantes para una colectividad. Hannah Arendt consideró que el poder surge del acuerdo colectivo y de la acción concertada de los ciudadanos, diferenciándolo de la violencia, que para ella era lo opuesto al poder legítimo.
El poder político se expresa a través de instituciones, elecciones, leyes y políticas públicas, pero también a través de movimientos sociales, partidos políticos, medios de comunicación y nuevas tecnologías. En las democracias, se aspira a que el poder sea derivado del pueblo, ejercido conforme a la ley, y limitado por los derechos fundamentales.
El poder político, entendido como la capacidad de organizar, dirigir y coordinar la vida colectiva en un Estado, solo encuentra legitimidad cuando su ejercicio se vincula con la voluntad popular, el bien común y el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, en muchas democracias contemporáneas como la mexicana, esta relación ha comenzado a deteriorarse, generando una profunda crisis de confianza y legitimidad entre los ciudadanos y sus gobiernos. Las causas de este fracaso son múltiples, pero pueden agruparse en cuatro dimensiones principales: la desconexión representativa, la corrupción estructural, la debilidad del Estado de derecho y la ausencia de ciudadanía crítica.
Uno de los factores más evidentes es la falla del sistema de representación democrática. En teoría, el pueblo es soberano y elige libremente a sus representantes. No obstante, en la práctica, estos representantes a menudo priorizan intereses partidistas, económicos o personales, alejándose de las necesidades reales de sus votantes. Esto genera una percepción de que el gobierno no representa ni actúa en favor del pueblo. Como lo señala Giovanni Sartori, una democracia sin una clase política comprometida con la rendición de cuentas se convierte en una oligarquía electoral disfrazada.
La corrupción, entendida como el uso del poder público para el beneficio privado, erosiona profundamente la legitimidad del gobierno. En contextos como México, donde los escándalos de corrupción, desvío de recursos y colusión con el crimen organizado han alcanzado niveles alarmantes, la ciudadanía pierde toda expectativa de justicia o eficacia institucional. El problema no es solo moral, sino estructural, pues cuando el poder se utiliza para proteger intereses particulares, deja de cumplir su función pública. Esto debilita el contrato social y crea una ciudadanía desconfiada y frustrada.
El ejercicio del poder fracasa cuando se aleja de su razón de ser, que es servir al pueblo y hacer posible una vida digna para todos. Cuando el gobierno pierde su conexión con la ciudadanía, cuando las instituciones se corrompen, cuando el poder se ejerce sin límites y cuando los ciudadanos renuncian a su rol activo, el sistema democrático se vacía de contenido. El remedio no es solo reformar leyes o castigar funcionarios corruptos, sino reconstruir el vínculo ético, político y humano entre el poder y la sociedad. Solo así puede nacer un verdadero Estado democrático y de derecho.
Tal como señala Bobbio, el fracaso no es únicamente del gobierno; también responde a una ciudadanía que, por razones históricas, educativas y económicas, no ejerce plenamente su papel de sujeto político. La democracia exige más que votar, requiere una sociedad informada, crítica, activa y capaz de controlar al poder mediante la participación, el escrutinio y la exigencia de resultados. Sin estos elementos, el poder se desborda, y se convierte en dominación más que en representación.
Finalmente, se puede observar que el concepto de poder es tan complejo como esencial. Desde su origen etimológico hasta su expresión política contemporánea, el poder atraviesa todos los aspectos de la vida humana. Puede ser fuerza, derecho, influencia, capacidad o legitimidad. Su estudio exige un enfoque interdisciplinario que lo entienda como fenómeno filosófico, jurídico, social y humano. Por ello, entender el poder es clave para comprender nuestras instituciones, nuestras relaciones y nuestra historia.