Descarrilamiento en el Istmo: ¿Casualidad o Cálculo Político?
El trágico descarrilamiento del Tren Interoceánico ocurrido este domingo 28 de diciembre en el tramo hacia Matías Romero Avendaño, Oaxaca, ha dejado una herida abierta en el corazón del sur de México. Con un saldo lamentable de 13 personas fallecidas en la línea que conecta Coatzacoalcos con Salina Cruz, el luto nos embarga. Sin embargo, ante la magnitud del suceso, la indignación y el dolor nos obligan a ir más allá del lamento inmediato; nos exigen un análisis que evite caer en la simplicidad de la crítica superficial y carente de esfuerzo intelectual.
Es imperativo, por supuesto, esperar los resultados de una investigación técnica, exhaustiva y profunda. La justicia demanda que se esclarezcan las causas verdaderas y que caiga todo el peso de la ley sobre los responsables, sean quienes sean.
No obstante, el contexto político nacional nos permite —y casi nos obliga— a plantear hipótesis incómodas pero necesarias. Si bien la falla técnica es una posibilidad que no se descarta, resulta, cuando menos, poco probable.
Estamos hablando de una de las obras insignia de la Cuarta Transformación, un proyecto estratégico impulsado bajo la supervisión directa del expresidente Andrés Manuel López Obrador. Asumir que una obra de esta envergadura y simbolismo fue construida sin los más altos estándares de calidad sería subestimar la importancia que el gobierno de la Transformación le ha otorgado. Entonces, ¿qué significa una “falla” catastrófica en el corazón del proyecto obradorista? Si descartamos la negligencia técnica, emerge la sombra del sabotaje.
Un incidente de esta naturaleza funciona como un golpe político quirúrgico dirigido a la figura moral del movimiento y diseñado para sembrar la duda en la base social que sostiene la Transformación. La pregunta clásica de la criminología se vuelve pertinente: ¿A quién beneficia esto? La respuesta apunta hacia los adversarios históricos de la lucha del pueblo mexicano, aquellos intereses alineados con el imperialismo estadounidense que buscan desesperadamente “evidenciar corrupción” o ineficiencia donde hay proyecto de nación.
La estrategia parece clara: generar desilusión y fracturar la confianza del pueblo en la 4T. Y es que no podemos ser ingenuos ante el escenario geopolítico. Estados Unidos mantiene su intención histórica de control sobre México. Sin embargo, a diferencia de sus tácticas en otras latitudes como Venezuela, en nuestro país han evitado la amenaza militar directa —pese a las súplicas de los sectores reaccionarios locales—, conscientes de que una agresión abierta vulneraría su propia seguridad ante el inminente respaldo del bloque BRICS a México. En su lugar, Washington parece jugar un doble discurso: elogia públicamente a nuestra Presidenta mientras, posiblemente, financia acciones desestabilizadoras tras bambalinas para forzar una alineación a sus intereses.
A este caldero de inestabilidad se suma otra variable: el crimen organizado. No es descabellado considerar su intervención como respuesta a las recientes acciones de alto impacto realizadas por el gobierno en Michoacán, Sinaloa y el propio Istmo de Tehuantepec.
En resumen, nos encontramos ante una bifurcación crítica: o estamos frente a una falla técnica que debe ser castigada con rigor absoluto, o estamos ante un frío cálculo político destinado a descarrilar no solo un tren, sino la esperanza de un país. En cualquiera de los casos, la exigencia es la misma: verdad y justicia.
La transformación no se detiene, pero tampoco debe cerrar los ojos ante quienes intentan frenarla.
Pa’lante siempre.