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Develando el constitucionalismo. Soberanía y gobierno, conceptos distintos que se complementan (3/5)

La soberanía constituye uno de los pilares centrales del constitucionalismo moderno. Sin embargo, su naturaleza abstracta e inmaterial (no es un objeto físico ni tangible) ha generado múltiples debates respecto a su origen, su ejercicio y sus límites. Esta reflexión pretende explicar qué es, cómo y de dónde surge la soberanía, integrando sus dimensiones jurídicas, políticas, sociales, culturales y humanas, para después analizar su relación con el concepto de gobierno. El objetivo es demostrar que el gobierno emana del pueblo soberano, quien le delega el ejercicio de su poder sin renunciar jamás a su titularidad.

Desde sus orígenes en la teoría política moderna, la soberanía se concibe como una construcción intelectual destinada a dar fundamento a la autoridad política. En este sentido, Jean Bodin, considerado el padre del concepto, la definió como “el poder absoluto y perpetuo de una república”. De ahí se entiende que la soberanía no es un objeto material, sino una noción abstracta que legitima la organización del poder estatal.

En términos filosóficos, la soberanía surge como respuesta a la necesidad de justificar por qué un grupo de individuos obedece a un poder político. En palabras de Hans Kelsen, la soberanía es un “concepto relativo, vinculado a la supremacía normativa de un orden jurídico”. En otras palabras, la soberanía no se encuentra en un lugar físico, sino en la vigencia y supremacía de la constitución como norma fundante.

La soberanía puede entenderse como la facultad suprema de decisión política y jurídica dentro de un Estado, que implica autonomía frente a poderes externos y autoridad frente a los internos. Es, como señala Jean Bodin, el “poder absoluto y perpetuo de una república”, lo que inaugura su concepción moderna. Sin embargo, en el constitucionalismo contemporáneo, ya no puede reducirse a una visión centralista, sino que se reconoce en dimensiones jurídicas, políticas, sociales, culturales y humanas.

En el ámbito jurídico, la soberanía se refiere al poder normativo supremo que funda y organiza el orden constitucional. Para Hans Kelsen, la soberanía no es más que una construcción del derecho positivo: es el orden jurídico nacional que se afirma como supremo frente a otros. La Constitución, en este sentido, es la expresión más clara de la soberanía jurídica, ya que establece la validez de todas las normas.

En México, el artículo 39 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM), señala que “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo”, lo que se traduce en una fórmula de legitimidad democrática, el pueblo, como titular del poder, funda el orden constitucional y lo refrenda mediante instituciones.

Políticamente, la soberanía significa la capacidad de decisión autónoma de un Estado frente a otros. Carl Schmitt, define como “el poder de decidir sobre el estado de excepción”, es decir, el poder último que demuestra quién tiene la autoridad real cuando las normas ordinarias se suspenden.

En un contexto democrático, la soberanía se desplaza del monarca al pueblo soberano, como plantean Sieyès y posteriormente el constitucionalismo moderno, la soberanía no es solo un poder de hecho, sino un poder que debe ejercerse dentro de marcos institucionales que garanticen representación, división de poderes y control.

La soberanía también tiene una dimensión social, que implica a la capacidad del pueblo de autodeterminarse colectivamente, lo cual rebasa lo estrictamente jurídico. Norberto Bobbio, señala que la soberanía en la democracia es inseparable de la participación ciudadana, ya que sin mecanismos que hagan efectiva la voz popular, la soberanía se reduce a una abstracción.

En el caso mexicano, la soberanía social se expresa en la participación en elecciones, consultas populares y, más ampliamente, en la construcción de consensos colectivos. No obstante, esta soberanía se debilita cuando prevalece el clientelismo o la apatía, como lo es en la práctica y ha sido señalado por los estudios de Ziccardi.

En una dimensión cultural, la soberanía se vincula con la identidad colectiva de un pueblo y su capacidad de afirmarse frente a la influencia externa. Octavio Paz, señaló en su obra El laberinto de la soledad, que la independencia y la soberanía no son solo hechos jurídicos o políticos, sino también símbolos culturales que otorgan sentido de pertenencia y dignidad.

Por consiguiente, una nación soberana es aquella que, además de tener autonomía política y jurídica, preserva su cultura, su lengua, sus tradiciones y su memoria histórica. Esto cobra relevancia en un mundo globalizado, donde las presiones económicas y mediáticas pueden erosionar la soberanía cultural.

La soberanía también puede y debe analizarse en una dimensión humana o individual. La soberanía popular solo es posible si existe una soberanía personal, entendida como la capacidad de cada individuo de ejercer su libertad, dignidad y autonomía.
Autores como Ferrajoli, destacan que el constitucionalismo contemporáneo ha desplazado la idea de soberanía absoluta hacia la noción de soberanía limitada por los derechos humanos, un Estado soberano no puede violentar derechos fundamentales sin perder legitimidad. Así, la soberanía ya no es poder absoluto, sino poder normado por la dignidad humana.

Desde la perspectiva del derecho constitucional, la soberanía debe entenderse como un principio integrador que articula una autonomía estatal, participación democrática y respeto irrestricto a los derechos humanos. No se trata de un poder absoluto, sino de un poder legítimo en la medida en que se ejerce en nombre y beneficio del pueblo.
Ahora bien, clarificado el concepto de soberanía, hablemos del concepto de gobierno y como este se relaciona con la soberanía.

El gobierno no es soberano en sí mismo. Como lo ha señalado Jorge Carpizo, el gobierno es un órgano constituido, creado por la constitución y sometido a ella. Su legitimidad se deriva de la soberanía popular, la cual le delega la capacidad de ejercer funciones públicas.

El pueblo es soberano, pero no ejerce directamente todo este poder, sino que lo delega a un gobierno organizado en un Estado de derecho. Es entonces que el gobierno se convierte en instrumento del pueblo soberano. El pueblo no renuncia a su soberanía, sino que conserva su carácter único, indivisible e inalienable, tanto de manera individual (en cada persona como sujeto de derechos) al igual que en la colectiva (en la nación como cuerpo político).
Es por esta razón, que la soberanía es el fundamento y el límite del gobierno. Mientras la primera constituye la fuente originaria de legitimidad, la segunda es su manifestación práctica en la vida social y política.

En este sentido, el gobierno puede entenderse como el conjunto de órganos, procesos y decisiones, mediante los cuales el poder político se organiza, dirige y ejerce en un Estado. A diferencia del Estado, que es permanente, el gobierno es incierto y cambiante, pues depende de los periodos políticos, de las mayorías ciudadanas y de las coyunturas históricas.

Como señala Maurice Duverger, el gobierno es “la dirección política de la sociedad, encargada de tomar decisiones colectivas obligatorias”. En el constitucionalismo, el gobierno no es solo dirección política, sino también órgano sometido a límites jurídicos y orientado por principios democráticos.

En el derecho constitucional, el gobierno se concibe como un órgano constituido, subordinado a la Constitución. Es decir, no tiene poder originario, sino derivado. Para Jorge Carpizo, el gobierno mexicano es el conjunto de órganos que ejercen las funciones de los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), en el marco de la división de poderes y bajo la supremacía constitucional.

Políticamente, el gobierno es el ejercicio del poder en acción. Según Norberto Bobbio, el gobierno es “la actividad de dirigir y coordinar las energías sociales hacia fines comunes”. Esto implica que el gobierno, más que una institución fija, es una práctica dinámica de poder que busca resolver conflictos, formular políticas y garantizar la estabilidad.
En una concepción democrática, el gobierno es legitimado por el consentimiento popular y la rendición de cuentas. Es por ello que el gobierno no solo debe conplir con su función de administrar, sino también con la de representar y escuchar a la ciudadanía.

En este sentido, el gobierno no puede entenderse sin su relación con la sociedad. Como advierte Manuel García Pelayo, el gobierno es el “mediador institucional entre el Estado y la sociedad civil”. Es decir, su función es articular demandas sociales, convertirlas en políticas públicas y mantener la cohesión de la estructura política.

Cuando esta mediación falla (por corrupción, autoritarismo o clientelismo) el gobierno pierde legitimidad social, aunque conserve legalidad formal. Esto evidencia porque el gobierno no solo debe dirigir, sino también responderle a la sociedad, y su eficacia depende de la confianza que logre generar.

Culturalmente, el gobierno refleja y moldea la identidad política de un pueblo. En este sentido, Octavio Paz, también advertía que en México el gobierno ha sido percibido históricamente como poder paternalista y distante, más que como instancia de servicio ciudadano. Esta percepción cultural influye en la relación entre gobernantes y gobernados, generando prácticas de sumisión, clientelismo o desconfianza crónica hacia las instituciones.

Por lo tanto, un gobierno democrático, no solo debe generar políticas públicas, sino también cultivar una cultura cívica de corresponsabilidad en la que los ciudadanos se asuman como actores y no como sujetos pasivos.

En su dimensión humana, el gobierno tiene como finalidad proteger y promover la dignidad de cada persona. En este sentido, Luigi Ferrajoli, sostiene que el gobierno democrático debe entenderse como un poder limitado por los derechos fundamentales, y su legitimidad radica en garantizar condiciones de igualdad, libertad y seguridad para todos. De esta manera el gobierno no es solo poder, sino también responsabilidad ética, su razón de ser es el bienestar de las personas. Cualquier gobierno que no respete los derechos humanos pierde legitimidad.

En el México actual, la relación entre soberanía y gobierno enfrenta tensiones profundas. Si bien el marco constitucional establece la soberanía del pueblo como principio rector, en la práctica existen condiciones que debilitan su ejercicio efectivo:

Concentración del poder en el Ejecutivo

Aunque México ha transitado hacia un sistema más plural, persiste una cultura política centralista. Las reformas recientes que fortalecen al Ejecutivo frente a órganos autónomos plantean el riesgo de confundir soberanía popular con voluntad gubernamental.

Dependencia económica y soberanía limitada

La apertura comercial y la integración económica con Estados Unidos y Canadá generan beneficios, pero también condicionan la política nacional. La soberanía económica, como advierte en sus investigaciones, Zepeda Patterson, se ve reducida por la necesidad de alinearse a tratados internacionales y dinámicas del mercado global.

Apatía ciudadana y clientelismo

La participación social se debilita por la persistencia del voto corporativo y el uso de programas sociales como mecanismos de control político. Es decir, se convierte en una soberanía formal sin ejercicio real,en la que los ciudadanos transfieren su poder sin exigir rendición de cuentas, tal como lo ha señalado Bobbio.

Soberanía cultural frente a la globalización mediática

Como advertió Paz, el pueblo mexicano enfrenta el riesgo de perder su soberanía cultural ante el predominio de contenidos mediáticos que fomentan el consumismo y la distracción. El predominio de espectáculos masivos sobre debates públicos críticos es un ejemplo actual de cómo se erosiona la conciencia cívica.

El límite de los derechos humanos

Casos de violencia, desapariciones forzadas y violaciones a derechos fundamentales, ponen en duda la soberanía real del pueblo, toda vez que la dignidad humana debería ser el límite insuperable de todo gobierno. Sin garantías efectivas de justicia, la soberanía popular se vacía de contenido.

En síntesis, la soberanía en México enfrenta un dilema, por una parte se reconoce en la constitución, y por la otra se debilita en la práctica por factores económicos, políticos y culturales. El reto es transformar la soberanía de un principio formal a una realidad viva, donde los ciudadanos ejerzan activamente su derecho a decidir, y los gobiernos actúen como mandatarios sometidos a límites jurídicos y éticos.

La soberanía es un concepto abstracto e inmaterial, pero de gran fuerza política y jurídica, es el principio que explica por qué el pueblo es el titular del poder y cómo, a través de la constitución, organiza un Estado y crea un gobierno.

Al analizar sus dimensiones jurídicas, políticas, sociales, culturales y humanas, se revela que la soberanía no es un poder absoluto, sino una responsabilidad compartida entre pueblo y gobierno. El primero mantiene siempre la titularidad de la soberanía, mientras que el segundo recibe únicamente el mandato para ejercerla dentro de límites normativos y éticos.

Es por esto que la soberanía y el gobierno son conceptos distintos pero complementarios, la soberanía constituye la legitimidad originaria, y el gobierno, la expresión concreta de esa legitimidad en un Estado constitucional democrático.

La soberanía, como idea abstracta, es el fundamento del poder político y la base del gobierno constitucional. Su fuerza radica en su carácter único, indivisible e inalienable, perteneciente siempre al pueblo. El gobierno, en contraste, es una creación derivada, un instrumento limitado que solo adquiere legitimidad en la medida en que actúe en nombre y beneficio del pueblo soberano.

Si bien, en el contexto mexicano actual, esta relación se tensa por la concentración del poder, la dependencia económica, la manipulación cultural y la apatía ciudadana. Frente a estos retos, el desafío del constitucionalismo es recuperar la soberanía en su dimensión integral (jurídica, política, social, cultural y humana) para que deje de ser un principio formal y se convierta en un ejercicio efectivo de libertad y dignidad colectiva.

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